YO ERA CIEGO
El banco del parque estaba vacío cuando
me senté a leer debajo de las ramas de un viejo sauce llorón, desilusionado de
la vida y con buenas razones para fruncir el ceño ya que el mundo se había
empeñado en agobiarme.
Y como para arruinar mi raro día
tranquilo, un joven muchacho, cansado de jugar, se acercó. Se paró justo
enfrente de mí con su cabeza inclinada hacia delante y dijo con gran emoción:
“¡mira lo que encontré!”.
En su mano, tenía una flor que daba pena
mirar, con sus pétalos marchitos por falta de lluvia o luz. “Seguro que huele
bien y es hermosa también. Por eso la elegí; es para ti.”
Sabía que la debía agarrar o nunca se
iría. Entonces extendí mi mano y dije: “Justo lo que necesito.”
Pero en vez de colocar la flor en mi
mano, la sostuvo a medio camino, sin razón alguna. Fue entonces que me di
cuenta, por primera vez, que el muchacho que sostenía esa pequeña maleza no
podía ver, era ciego.
Escuché el temblor de mi voz y las
lagrimas se asomaron como el sol mientras le agradecía por haber escogido la
mejor de todas. “De nada,” sonrió y corrió a jugar, ignorando el impacto que
había causado en mi día.
¿Cómo sabía él de mis dificultades
auto-impuestas? Quizás, dentro de su corazón, había sido bendecido con la
visión verdadera.
A través de lo ojos de un niño ciego,
pude ver al fin, que el problema no era el mundo, sino yo. Acerqué esa flor
marchita a mi nariz y respiré la fragancia de una bella rosa y sonreí por el
niño que, con otra maleza en la mano, se iba a cambiar la vida de un anciano
desprevenido.
-Autor desconocido
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